El tipo estuvo sentado como diez minutos hasta que finalmente mamá pudo atenderlo. Evidentemente, acababa de llegar al pueblo; creo que lo consumía el hambre. Se dejó recomendar un plato y se quedó mirando por la ventana. Apreció el río flanqueado por un ejército indisciplinado de árboles, las olitas que levantaban las lanchas, la limpidez del cielo y el agua. Después se levantó y empezó a recorrer el salón, observaba los cuadros colgados de las paredes. Había como cuarenta, y ahora hay más, porque mamá emprendió una tarea de rescate después de ese día. El desconocido los evaluó rápidamente, se detenía en los que le llamaban la atención: el azul, grande, con los arcos luminosos que semejaban barcos, o el del árbol que parecía un Kandinsky. Después preguntó. Siempre preguntaban.